Cuenta una historia que un hombre naufragó y llegó solo a una pequeña isla. Cada día oraba pidiéndole a Dios que lo rescatara. Un día construyó una choza con ramas para resguardarse, pero una tarde, mientras buscaba comida, la choza se incendió. Desesperado, cayó de rodillas gritando: “¡Dios, por qué permites esto!”. Al amanecer, un barco llegó a rescatarlo. Cuando preguntó cómo lo habían encontrado, los marineros respondieron: “Vimos el humo de tu señal de fuego”.
A veces, lo que parece una tragedia es la respuesta que no entendemos por causa de la **incredulidad**.
La incredulidad es una sombra que se interpone entre nosotros y las promesas de Dios. En el evangelio de Marcos 9:23-24, Jesús le dijo al padre del niño endemoniado: *“Si puedes creer, al que cree todo le es posible”*. Y aquel hombre, con lágrimas, exclamó: *“Creo; ayuda mi incredulidad”*.
Esa es muchas veces nuestra lucha. Decimos creer, pero el corazón titubea cuando las circunstancias se tornan oscuras. La incredulidad no siempre se nota con palabras, sino con actitudes: cuando oramos sin esperar respuesta, cuando dudamos de que Dios pueda cambiar lo imposible, cuando confiamos más en lo visible que en su poder.
La fe no es negar la realidad, sino creer que Dios tiene poder sobre ella. Abraham creyó “esperando contra esperanza” (Romanos 4:18). No vio evidencia humana, pero confió en la fidelidad divina.
Quizás hoy estás enfrentando una situación que desafía tu fe: una enfermedad, un problema familiar o económico. Recuerda: Dios sigue obrando, incluso cuando no lo ves. La incredulidad apaga los milagros, pero la fe los despierta.
**Oración:**
Señor, reconozco que muchas veces he dudado de Ti. Perdóname cuando mi corazón se llena de temor y no de confianza. Ayúdame a creer, aun cuando no entienda tus caminos. Fortalece mi fe para esperar en tus promesas, porque sé que nunca fallas. Amén.
