Salmos 46:10 – “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.”
Un maestro llevó a sus alumnos a un lago tranquilo. Les pidió que observaran su reflejo en el agua. Pero los niños, emocionados, comenzaron a mover el agua con las manos, y el maestro les dijo: “Mientras el agua esté agitada, no podrán ver nada con claridad”. Cuando se quedaron quietos, el reflejo apareció nítido. Entonces el maestro concluyó: “Así es el corazón: cuando está inquieto, no puede ver a Dios”.
En un mundo lleno de ruido, prisas y preocupaciones, este versículo suena como un susurro divino: “Detente… y reconoce que Yo soy Dios”.
No es solo un llamado a la calma, es una invitación a confiar.
Muchas veces nuestra alma parece un lago agitado: pensamientos que van y vienen, temores que sacuden, problemas que nos roban la paz. Intentamos resolver todo con nuestras fuerzas, pero cuanto más nos agitamos, menos vemos la mano de Dios.
Sin embargo, cuando obedecemos este mandato —estar quietos— algo poderoso sucede: la fe se aclara, la presencia de Dios se hace evidente, y Su paz comienza a llenar cada rincón de nuestra vida.
Estar quietos no significa inactividad, sino rendición. Es decirle al Señor: “Dejo mi ansiedad, mi control, mi preocupación en tus manos, porque Tú eres Dios y yo no”.
Cuando reconocemos Su grandeza, nuestro corazón encuentra descanso.
Cuando reconocemos Su soberanía, la tormenta interna comienza a calmarse.
Cuando reconocemos Su amor, dejamos de temer el futuro.
Hoy Dios te dice: “Pausa… deja de pelear con tus fuerzas… mira quién soy Yo”.
Porque cuando te aquietas delante de Él, descubres que Dios nunca pierde el control.
Oración final:
Señor, en medio del ruido de la vida, enséñame a estar quieto delante de Ti. Calma mi mente, aquieta mi corazón y ayúdame a confiar plenamente en Tu poder. Que en cada momento recuerde que Tú sigues siendo Dios, soberano, fiel y presente. Amén.
