La mansedumbre como fuerza del creyente

Un día, a un domador de caballos le preguntaron cómo lograba controlar animales tan fuertes. Él respondió: “Yo no les quito su fuerza, solo les enseño a usarla bajo dirección”.
Así es la mansedumbre: no es debilidad, es fuerza bajo control. Es tener poder para reaccionar, pero elegir responder con amor, con calma y con sabiduría.

La Biblia dice en Mateo 5:5:

“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.”

Jesús nos mostró que la verdadera grandeza no se mide por cuán fuerte gritamos, sino por cuán firmes permanecemos cuando otros pierden el control.
La mansedumbre no es callar por miedo, es hablar con gracia. No es ceder ante la injusticia, es confiar en que Dios tiene la última palabra.

Cuando enfrentamos críticas, conflictos o provocaciones, el mundo espera que reaccionemos con ira o dureza. Pero el creyente manso elige la calma del Espíritu Santo por encima del impulso del ego.
Moisés fue llamado “el hombre más manso de la tierra”, y aun así, Dios lo usó para liberar a una nación. Jesús fue manso y humilde de corazón, y con esa actitud venció el mal con el bien.

La mansedumbre es una fuerza interior que proviene de saber quién eres en Cristo.
Cuando confías en que Dios defiende tu causa, ya no necesitas demostrar tu poder; simplemente reflejas el carácter de Cristo.

Hoy te invito a pedirle al Señor que te dé un espíritu manso:
uno que no se quebrante ante la provocación,
uno que no devuelva mal por mal,
uno que brille con la paz de Dios en medio de la tormenta.

Porque en un mundo lleno de gritos, la mansedumbre es el eco del cielo.

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